Año: 2008, Número:7-8 
Comunicación
 

¿QUÉ ME QUIERE DECIR EL OTRO? LA INTERPRETACIÓN COMO FORMA DE ESTAR EN EL MUNDO

Asunción Escribano

A fray Francisco de Andrés, Prior del Monasterio de Yuste


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Introducción

El verano pasado, en la clausura de las jornadas que la Fundación Europea de Yuste realizó en este monasterio, el padre prior fray Francisco de Andrés, en su alocución final, compartió con los presentes su constante preocupación por «qué me quiere decir el otro». Y no sé si se dio cuenta de que con ello había rozado uno de los grandes problemas de la humanidad, que busca ante todo entender, cuando la clave de la buena marcha del universo está en la comprensión. La pregunta vital no es «qué me dice el otro», sino «qué me quiere decir». Y este viaje necesario de una a otra se hace a través de la interpretación.

La interpretación es, por ello, una conducta arriesgada. Por supuesto, mucho más que cualquier otra cosa en esta vida, pues en ella nos va la vida misma. Desde la comprensión mínima de los signos que nos envía nuestro cuerpo, y de la que depende nuestra supervivencia como individuos, hasta esa otra vertiente en la que volcamos nuestra necesidad de realización como seres sociales, y que nos permite subsistir como especie. De aquí que, para interpretar, realicemos constantemente un ejercicio de audacia que desde la lógica podría parecer casi imposible, ya que las señales que nos permiten construir los distintos mensajes —a todos los niveles— no siempre están expresadas con claridad, ni nuestros mecanismos de traducción de esas señales a contenidos significativos están unitaria-mente estructurados. Probablemente por ello, con más frecuencia de la deseada, erramos en la interpretación. Yerra nuestro cuerpo y, como consecuencia, somos víctimas de enfermedades. Pero también nos equivocamos permanentemente en la comprensión del otro, y esto nos ha mantenido —y lo sigue haciendo— en estado perpetuo de guerra y de conflicto, las eternas e imperecederas enfermedades sociales.

Ponerse en el lugar del otro, no desde la propia concepción de la realidad, sino desde sus circunstancias y el pensamiento que el otro posee, es un magnífico ejemplo de inteligencia. Lo reivindicaba Amós Oz en su discurso de recepción del premio Príncipe de Asturias como necesidad fundamental en la que apoyar la paz entre árabes e israelíes, cuando afirmaba que esa necesaria curiosidad por el otro tiene una dimensión moral. «Creo —afirmaba— que la capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo»1.Y acudía a la posibilidad infinita que ofrece la literatura para realizar ese acercamiento interpretativo al otro. «Creo que leer libros es uno de los mejores modos de comprender», continuaba el escritor2.

Toda la historia de la literatura está plagada de ejemplos de libros que abren ventanas al mundo interior de mujeres y hombres, que como espejos reflejan nuestros anhelos, sueños, ilusiones, y también, cómo no, que como nosotros se expresan ante el mundo con las limitaciones derivadas de su propia humanidad. Por eso la literatura puede servir como un emblema perfecto en el que vernos expresados, y poder así aprender en otros lo que no somos capaces de percibir en nosotros mismos. De esta forma, en la interpretación cumplen un papel fundamental las señales y los signos que ejercen de guía a nuestro pensamiento y nos permiten reconstruir las intenciones. Cuenta la leyenda que la letra cuneiforme, uno de los primeros sistemas de escritura que conocemos, se inventó hace cinco mil años al copiar nuestros ancestros las huellas de los gorriones en el barro del Éufrates, rastros que debieron de parecerles caracteres del idioma divino y a través de los cuales intentaron comunicarse con ese algo superior3. Saber qué me quiere decir el otro requiere, por tanto, como he señalado, ir más allá del entendimiento y entrar en el terreno de la comprensión. El espacio que va de uno a otro es de tal profundidad, que se asemeja al recorrido que separa la piel del corazón. Distancia el significado del sentido, y diferencia traducir de interpretar. Traducimos los signos desde nuestra propia visión de las cosas, pero interpretamos desde la del otro. «Traducir —ha afirmado el traductor Arturo Carrera— es comprender imperfectamente, y buscar el sosiego de esa incomprensión en nuestra propia palabra, en nuestra propia experiencia con las palabras, en nuestra propia obra»4. Por eso Carrera habla de la traducción como fracaso, ya que la experiencia final se asemeja al relato de un sueño. Hacia lo moral apunta, sin embargo, Susan Sontag cuando considera que la exactitud de una traducción tiene más que ver con la ideología que con la técnica, ya que se hace necesario sustituir el concepto de exactitud por el de fidelidad5. De estos y otros testimonios puede concluirse que preguntarse por lo que me quiere decir el otro va mucho más allá que hacerlo, sencillamente, por lo que el otro me dice, e implica un planteamiento ético, una escucha atenta, que no se encuentra en el mero entendimiento físico, sensorial, de lo que me está diciendo. Como escribió la pensadora Simone Weil, «escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla»6. Obliga, por tanto, a un papel consciente y activo del intérprete, que puede escoger entre limitarse a oír o decidir apostar por el entendimiento en cualquier plano de la vida7.

La sobreinterpretación o cómo el mundo se convierte en un exceso

Sin embargo, esa apuesta que supone interpretar el mundo y al otro con conciencia, con ética y con responsabilidad, exige hacerlo también en su justa medida. Con frecuencia la cantidad de estímulos que recibimos del mundo y sus habitantes son, por excesivos, incorrectamente interpretados. El resultado de ello es una sobreinterpretación, que si es individual puede rozar —y con frecuencia lo hace— la enfermedad o la locura, y si es social, puede convertirse en una manipulación. La literatura también puede servirnos de ejemplo en este sentido, puesto que gran parte de los relatos que han poblado nuestra historia de sueños literarios, lo han sido por narrar la experiencia de los límites. «La interpretación no necesita defensa, siempre está con nosotros, pero, como la mayoría de actividades intelectuales, sólo es interesante cuando es extrema» afirma Jonathan Culler8.

De este modo, la interpretación excesiva da lugar a un universo de obsesiones que ha contribuido a generar a lo largo de la historia la mejor literatura. La sobreinterpretación discurre desde lo mental hasta lo físico. Caso este último del protagonista trágico de la novela El Perfume de Patrick Süskind. Personaje que posee como don y condena un desarrollo desmedido de la capacidad olfativa, a costa de otras particularidades sensitivas, intelectuales y morales. El único modo de interpretar la realidad que le rodea es el olfato, y su posibilidad de percepción excede cualquier uso habitual que el lenguaje le proporciona al hombre para describirlo ya que éste resulta «escaso para designar todas aquellas cosas que había ido acumulando como conceptos olfativos»9.

La obsesión mental ha sido también magníficamente retratada en los textos literarios. No hay más que recordar al sufriente Joaquín, que en la novela unamuniana Abel Sánchez es perseguido por la envidia durante dos generaciones hasta desembocar en la infructuosa lucha por el cariño de su nieto, frente al otro abuelo que en la juventud le robó a la amada; o al desconcertado Otelo del drama homónimo de Shakespeare, que ve enardecer la duda ante las insinuaciones sobre la infidelidad de Desdémona, su esposa, por boca de su compañero Yago, mientras se dice con intensidad, y como si previera lo que va a venir, que «una vez que se duda, el estado del alma queda fijo irrevocablemente »10. Como en muchos otros casos, la virtud del exceso se vuelve padecimiento para quien la posee y para quien es víctima de sus consecuencias. Personajes, los antes mencionados, ambos tan bien tejidos que parecen haber sido sacados de nuestra cotidianidad más inmediata, y que nos transmiten, como lectores, todo el sufrimiento al que son sometidos en las páginas de papel. Por ello, sin duda alguna, resultan tan comprensibles, por experimentadas, las palabras de Steiner al referirse a la citada obra shakesperiana, cuando afirma que «las complicidades entre el autor y el lector, entre el libro y la lectura que hacemos de él, son tan imprevisibles, tan vulnerables al cambio, y están tan misteriosamente arraigadas como las del eros. O, tal vez, como las del odio, pues hay textos inolvidables, que nos transforman y que acabamos odiando: yo no soporto ver el Otelo de Shakespeare en el teatro ni puedo enseñarlo»11.

En este sentido, hay que saber-poder integrar correctamente los datos que llegan de fuera con los que nos constituyen como individuos12. La interpretación es así un movimiento pendular que se bambolea de lo social y arbitrario, a lo personal e íntimo, en un equilibrio inestable que permite que el texto del mundo hable al tiempo del hombre que lo elabora y del estado del universo en el que el hombre se desenvuelve. Hay cierta capacidad libre en el ser humano para escoger su particular percepción de las cosas. Uno no sabe hasta qué punto le condiciona la educación o el lenguaje, pero el resquicio tan poco usado de la voluntad interior puede emplearse como vía de escape a una norma social impuesta con rigidez por la sociedad.

Esta voluntad se ha expresado en la historia y a través de la literatura como modo de rebelión personal frente a una sociedad que encorseta y asfixia. Como «locura» es caracterizado tópicamente, en este sentido, el comportamiento de uno de los grandes iconos comprendida por los románticos como el choque entre el idealismo del personaje con el realismo de un mundo hostil que le convierte en héroe y, a la vez, en víctima que sabe que sólo la muerte puede terminar con su aventura. Ese desatino peculiar también es asimilado como «libertad» por uno de los grandes conocedores de la obra cervantina, quien habla de los personajes de Cervantes como los «representantes de una cierta manera de comprender la libertad que se repite en las épocas de crisis: la libertad entendida como un «derecho», esto es, la libertad entendida, únicamente, en su sentido «defensivo» frente al Estado y la sociedad»13. Así se comprueba cómo la interpretación social sobre lo que es o no enfermedad depende de un constructo cultural en el que hemos sido educados y que determina nuestro comportamiento. Una vez más, nos movemos entre la interpretación personal y la social. Por ello, lo que para la mayor parte de nuestra civilización es una evidencia de grave padecimiento mental, puede ser entendido por otras culturas o épocas, como índice de lo sagrado. Esta es la perspectiva planteada por Mircea Eliade al analizar la vocación chamánica. La lógica de la comprensión de las señales se suspende, y a partir del momento de la elección, el camino iniciático tendrá poco de lo que los occidentales denominamos racional.

Pero, afortunadamente, la lógica de la razón occidental no es la única manera de afrontar lo que nos rodea. Occidente ha apoyado todo el progreso científico en planteamientos inductivos y deductivos, en la causalidad, en lo sensitivo, y en la concepción del espacio y del tiempo como entidades separadas. Las culturas orientales, por el contrario, se han apoyado en la analogía, la sincronicidad, la contradicción asumida en unidad, o en la suma unitaria del espacio y del tiempo como métodos de conocimiento. El cogito ergo sum cartesiano ha dirigido la identidad del hombre occidental de manera exclusiva hacia la mente, olvidando otros constituyentes fundamentales de su naturaleza, cuando —precisamente— la naturaleza de la mente, y su forma de percibir la realidad son escurridizas, algo que ha obligado a plantearse a los científicos «hasta qué punto no proyectamos al exterior algo que el propio cerebro ha creado»14.

Tampoco la ciencia occidental muestra consistencia si acudimos a su lenguaje, que bien podría haber sido inventado por un poeta. Este uso peculiar, y se supone que especializado, está impregnado de metáforas lumínicas que reflejan la importancia que se le concede al sentido de la vista sobre otros posibles cauces de conocimiento. Así, desde Platón y su alegoría de las sombras proyectadas en la caverna, pasando por el, tan significativamente, denominado Siglo de las luces, toda nuestra civilización acude permanentemente a términos como «des-cubrir», «de-mostrar», «des-velar», «des-tapar» (paradójicamente también «revelar») o a conceptos como «idea», procedente del correspondiente término griego que significaba «imagen», o «demostración», derivada de la expresión griega «hacer ver», para referirse al campo de la ciencia objetiva.

De Charles Darwin, por su parte, se ha dicho que fue un maestro de la metáfora, por apoyar toda su teoría en una serie de definiciones elaboradas mediante esta figura retórica, fórmula base de todo proceso de conocimiento. Símbolos como la selección natural, la lucha por la existencia, el ribazo enmarañado, el árbol de la vida, o la faz de la naturaleza, que le permitirían explicar mediante la semejanza con otros procesos conocidos, nociones que presentaban en aquel momento cierta dificultad conceptual. De la misma manera, Niels Bohr, a principios del siglo XX elaboró toda su teoría del átomo usando la imaginería del sistema solar copernicano15. Este recurso a la imagen ha permitido que la ciencia avanzara mediante la transposición de realidades de un campo a otro.

A veces, porque alguien mira con asombro donde otros sólo ven costumbre16, en el espacio cotidiano se rompe esa relación causal lógica entre los pensamientos, los actos y sus resultados, y gracias a esa sobreinterpretación se puede sobrevivir en un espacio carente de sentido. No todo tiene una explicación desde lo evidente, y hay que estar a la escucha, parece decirnos la vida, porque sólo observando más allá de lo visible se puede encontrar el camino, el hilo que relaciona dos sucesos aparentemente distanciados, según las leyes causales de la física.

Asunción Escribano

Hay momentos extremos en los que todo el universo parece que nos habla. Víctor E. Frankl, el escritor psicólogo, una de las víctimas supervivientes de los campos de concentración, nos lo transmite así en su monólogo al amanecer, cuando narra cómo en una ocasión estaban los presos del campo de concentración cavando una trinchera en un amanecer gris interior y exteriormente. Y ante tanto dolor acumulado, convoca en silencio a su esposa —muerta ya, aunque él no lo supiera— y en una confesión auto-biográfica cuenta que la siente presente físicamente, y que percibe que realmente la puede tocar, «y, entonces, en aquel mismo momento un pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente»17.

Con menor trascendencia vital, pero con la misma sorprendente conclusión, nos relata Jorge Riechmann su encuentro con una urraca durante más de una hora, después de la escritura de su poema «El hechicero de la cueva de Chauvet», a partir de la cual infiere la asociación de este pájaro con el enigmático chamán-minotauro de Chauvet, «multiplicador —concluye el escritor— de poesía desde los ínferos de nuestra memoria. ¿Una verificación del poema? Al menos un diálogo, un episodio de soberano diálogo»18. No en vano, como nos recuerda John Berger, las pinturas rupestres de esta cueva representaban todo el universo posible, y en lo profundo de la roca estaba todo para ser invocado: el viento, el agua, el fuego, los lugares lejanos y extraños, los muertos por el rayo, el dolor, los caminos, los animales, la luz, lo que no había nacido todavía, porque «la perspectiva nómada es una perspectiva de la coexistencia, nunca de la distancia»19.

Ese puente de apariencia no real entre el pensamiento y la materia, presente de forma constante en nuestras vidas aunque no hayamos aprendido a leer sus señales, ha llenado páginas hermosas de la vida real y literaria de muchos hombres. Es esa coincidencia reveladora la que manifiesta, a juicio de Jung, que las conexiones significativas, que se distinguen claramente de los meros agrupamientos del azar, tienen un fundamento arquetípico20.

Con la misma complejidad, pero peor intención, se presenta ante nuestros ojos la sobreinterpretación social. En este caso es un ejercicio de la voluntad de un colectivo que manipula la estructura de nuestro pensamiento para sus propios fines. Nuestro cerebro asimila alrededor de once millones de bits de información por segundo, que nos llegan desde el mundo exterior a través de los sentidos. Sin embargo, no estamos capacitados para procesarlos todos conscientemente sin volvernos locos, por ello, la mayor parte de esa información se asimila inconscientemente. Y esa es una de las claves de la publicidad y, en muchos casos, del periodismo informativo. En cierta manera, la pretendida objetividad o neutralidad periodística —igual que la científica— es una muestra más de la intervención y del condiciona-miento del lenguaje a la hora de acercarse a cualquier realidad. En las noticias se ofrecen hechos, nos dicen los teóricos de la narración, pero a muchos se les olvida insistir, como bien hizo Magritte en su famoso cuadro «Esto no es una pipa», en que los hechos son una cosa y la transmisión de éstos, otra. En medio se sitúa el lenguaje, que impone siempre su propia perspectiva, personal y social.

No hay que olvidar que cada lengua reúne la experiencia de la subjetividad que la propia cultura ha ido acumulando durante siglos, que «cada lengua particular organiza a su manera el universo de lo decible y, en consecuencia, de lo pensable»21. A nivel personal, es casi imposible también, no contagiar —voluntaria o involuntariamente— la propia construcción de un relato con el punto de vista personal de quien lo construye. Por eso, en condiciones de cierto conflicto social, es difícil encontrar el mismo tratamiento informativo de un suceso en medios de comunicación ideológicamente diferentes. No hay neutralidad ni objetividad en nuestros usos lingüísticos, y la elección de cualquier término, implica una obligada intención perlocutiva. Quizá, por tanto, resulte acertada la opinión extrema de M.ª Victoria Romero Gualda, cuando apunta que «desde el momento en que se crea un texto se está manejando, manipulando para conseguir algo»22. Desde este punto de vista, los mecanismos lingüísticos son sutiles y perversos, y se insertan en el corazón mismo de las palabras, haciendo real esa sentencia popular que afirma que quien domina el lenguaje domina el mundo.

En este sentido, el planteamiento lingüístico social y empresarial anula la capacidad individual, por lo que desde las distintas instancias educativas debería asumirse como tarea imprescindible el impulso del pensamiento crítico e individual. Paradójicamente el «atrévete a pensar» con el que Kant inauguró una nueva etapa en la lucha por la conciencia personal apenas tiene resonancia en una época de pensamiento globalizado y estandarizado, justo cuando más se necesita ese pensar universal.

La infrainterpretación o la manifestación del silencio

Precisamente, el citado sapere aude Kantiano tiene también un correlato en el ámbito de la interpretación. La educación que, como defendía Freud, permite domesticar y encauzar nuestras pulsiones más básicas (Lord Byron afirmaba que la poesía es la lava de la imaginación cuya erupción evita el volcán), también conlleva una amputación en nuestra capacidad natural de mirar. Nos educan y horman en un determinado sistema de hábitos de los que somos esclavos toda la vida. Madurar supone, por tanto, atreverse a pensar por uno mismo, ser capaz de dejar atrás mucho de lo impuesto para optar por una visión propia. Y habría que cuestionar hasta qué punto se puede volver a ser libre después de la demolición que, en la espontaneidad, supone una educación que tiene mucho de restrictivo.

Por ello, resulta delicioso escuchar pensar en alto a Profi, niño protagonista de Una pantera en el sótano, novela de Amós Oz que transcurre en la Palestina bajo protectorado británico en la década de 1940, cuando su madre afirma de los inmigrantes huérfanos de la residencia donde trabaja que llegaban «directamente desde la oscuridad del valle de la sombra de la muerte». El niño, que se debate todavía entre la mirada propia y la heredada de los adultos, escucha las palabras como sonidos que impactan sobre la realidad a la que contaminan con su música. «Me gustaban las palabras oscuridad y valle, ya que enseguida me hacían pensar en un valle cubierto de tinieblas, con conventos y sótanos. La expresión de la sombra de la muerte me gustaba porque no la entendía. Si pronunciaba sombra de la muerte muy bajito, casi podía escuchar una especie de sonido profundo y sordo, parecido al sonido que sale de la última tecla, la que baja del piano. Es un sonido que arrastra una estela de ecos opacos: como si hubiera ocurrido una desgracia y ya no se pudiera remediar»23.

Amós Oz consigue hacer discurrir el pensar infantil del protagonista en la dirección contraria al planteamiento «wittgensteiniano» de la coincidencia entre los límites del propio lenguaje y los del mundo. En esta ocasión, el hecho de no entender la expresión «sombra de la muerte» no impide su comprensión y, por el contrario, se multiplican las posibilidades de sus sentidos. No quizá en el ámbito de la razón, pero sí por el contrario en el de la pluralidad sinestésica de sus ecos sensitivos. «Yo persigo cosas que no entiendo» ha afirmado el escultor Chillida24, haciendo de esta limitación el empuje para una obra que ha abierto nuevos caminos a la comprensión y el entendimiento. La interpretación de los niños y de los artistas se desarrolla, de esta manera, en los límites de lo colectivo, donde es posible que dispongan de una nueva configuración no consabida. «Todas las cosas se hacen importantes en los bordes —añade el escultor vasco—, en los límites, fuera, cuando las cosas dejan de ser»25, por eso, el vacío es el horizonte al que dirigen sus anhelos.

Cortamos a pedazos la realidad con las palabras, y con ellas concluimos también la separación de los objetos que representan. De la misma manera matizamos nuestras emociones y las fragmentamos nombrándolas. Pero es en los bordes, espacio donde se unen, donde mejor se definen. Por ello, ahora lo entendemos, muchos artistas trabajan en la frágil sutura que divide y une. Por otra parte, la palabra obliga a amoldar el mundo a su hechura, pero no toda la percepción puede ser contenida en este cauce. La experiencia interior en multitud de ocasiones sólo dispone del silencio para ser nombrada. La interpretación se suspende cuando la vida se impone: «La mirada se desprende, cae de madura./ No sé qué hacer con una mirada/ que excede al árbol,/ qué hacer con ese ardor», escribe Eugenio de Andrade26.

Es posible que todo lo que existe fuera pueda ser nombrado, pero no ocurre lo mismo con la experiencia interior, y los poetas lo saben. Se han llenado versos con este asombro doloroso. Antes o después es un encuentro inevitable, una feraz disputa entre lo esperanzado y lo imposible que se vence a favor de la música de la luz y silenciando el canto. La creación, que es una forma de interpretar el mundo dándole nuevos nombres, con frecuencia tiene que partir —y esto bien lo sabe fray Francisco de Andrés— de ese silencio. Sin vacío no hay forma. «Para escribir tengo que instalarme en el vacío —apunta la escritora Clarice Lispector dando en la diana—. En este vacío donde existo instintivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él extraigo sangre. […] Escribir es una piedra lanzada a lo hondo del pozo27.

Interpretar supone, también, reconstruir algo que está sólo esbozado. La realidad es aceitosa y se escapa a nuestros sentidos, por lo que percibimos únicamente el cambio, lo que está siempre por finalizar en perpetuo estado de paso. Asimismo, necesitamos incluir en nuestro pensamiento la capacidad de cerrar lo abierto, de concluir lo bosquejado, y con ello contribuimos a recrear la realidad y a construirnos a nosotros mismos. El arte y la literatura suponen, en este sentido, una forma de creación que mejora el mundo inestable. «Un paisaje —escribe Monet— no tiene la menor existencia como tal paisaje, ya que su aspecto cambia en cada momento. El sol va tan deprisa que no puedo seguirle. También es culpa mía: quiero asir lo inasible: esa luz que se escapa llevándose el color es algo espantoso. El color, un color, no dura ni un segundo; a veces, tres o cuatro minutos como mucho. ¿Qué se puede pintar en tres o cuatro minutos?»28. De aquí que la catedral de Rouen no pueda volver a ser mirada sin percibir en ella la distinta tonalidad que en su permanente fluir deposita sobre ella la luz. La contribución que en esta dirección realiza el artista condiciona la percepción posterior. Para quien conoce la obra de Monet, ya no es posible contemplar este templo sin ver en él las sucesivas superposiciones artísticas y personales que realizó el pintor, con lo que la fisura entre la realidad y sus inmensas posibilidades de ser recreada se ha reducido infinitamente.

Cada una de las múltiples actividades que realizan nuestros sentidos tiene, por tanto, mucho de aportación personal, de mirada privada. Sólo se puede ver lo invisible si se lo está buscando, decía Sherlock Holmes29. Y precisamente en el terreno de la literatura puede aplicarse con acierto lo que afirmara Henry James, sobre que las aventuras solamente le suceden a la gente que sabe cómo contarlas30. No hay sonido, por lo tanto, si se cae un árbol en el bosque y no hay alguien que lo escuche. Así la realidad interpretada siempre es menor que sus posibilidades futuras, cuando la suma de la cultura acumulada incremente la intensidad de su existencia. Siempre es y será posible una nueva contemplación sobre lo ya anteriormente mirado que le dé nuevo brillo y consistencia.

El problema que conviene tener en cuenta radica en que esta dejación a interpretar puede conllevar también un lado oscuro. Especialmente cuando es motivada por el miedo. La penumbra contamina nuestra capacidad de comprender cuando nos convertimos en víctimas de los satélites del pavor, sean estos prejuicios, cobardía, odio o rencor. «El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5,30 de la mañana…». Con esta frase comienza una de las más aclamadas novelas de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. Desde el título los lectores saben lo que no se le permite conocer al protagonista, la víctima de esa condena sin remedio. La culpa y la necesidad de avisarlo que experimenta quien lee es proporcional a la negación de los otros protagonistas de la obra, que se oponen a interpretar todas las señales que apuntan al fatal asesinato. Todos los sucesos que acontecen a lo largo del relato están cargados de señales, que nadie se atreve a desentrañar porque implicaría tener que tomar partido y actuar. Y así, página tras página, vamos asistiendo a la descarga de la responsabilidad de unos en los otros, hasta el ineludible desenlace que parece estar escrito por el destino, pero que, a su vez, cualquiera con el mínimo esfuerzo hubiera podido evitar. Mediante la delegación en la instancia posterior se diluye en la colectividad la culpa.

Por desgracia la literatura no es sólo una alegoría simbólica de la realidad, sino que, frecuentemente, va a la zaga en intensidad a la experiencia histórica y cotidiana. Esa actitud colectiva magníficamente retratada en la obra de Gabriel García Márquez no deja de resultar una encarnación literaria de la propia naturaleza humana, que en momentos de conflicto, en los que es necesaria una toma de postura personal arriesgada, prefiere no saber. De ello es un buen ejemplo el extraño reconocimiento de los alemanes — y los que no lo eran— que en pleno genocidio decían no haber tenido noticias de lo que estaba pasando en los campos de concentración. De aquí que no resulte insólito escuchar a las víctimas del Holocausto preguntarse «Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara?»31. Algo a lo que ellos mismos se contestan con una acerada evidencia: «¿La humanidad? La humanidad no se interesa por nosotros. Actualmente todo está permitido. Todo es posible, hasta los hornos crematorios…»32. Hoy ya se sabe que al menos una cuarta parte de la población estaba al tanto del asesinato de los judíos, ya que se podía fácilmente asistir a las reagrupaciones para su deportación y, además, a través de la prensa se podía asistir a las subastas de las propiedades que se les habían expropiado33.

Asunción Escribano

Esa ausencia de culpa desleída en lo colectivo se manifiesta también en el tratamiento de determinados temas en nuestros medios de comunicación. La actualidad, la novedad, la extrañeza… son las características que deben dirigir la selección de lo publicable.Y mientras, millones de personas siguen muriendo pasadas las 48 horas de continuidad periodística, tras haber ya caducado la primicia del tema. Las tragedias que asolan constantemente a los países más pobres y desfavorecidos son ignoradas más allá del tiempo que convierte un suceso en noticiable. Después se tiran a la basura y sólo un huracán o un tsunami de fuerza descomunal conseguirá de nuevo traer a nuestras pantallas la mortandad permanente de los países del convenientemente llamado por Occidente «Tercer mundo».

Esa falta de conciencia por el otro afecta, cada vez en mayor medida y de forma más sangrante, al tratamiento periodístico de los inmigrantes, refugiados, desplazados o solicitantes de asilo, a los que Zygmunt Bauman denomina críticamente como «residuos de la globalización»34, convertidos a través de los medios de comunicación en objetos problemáticos, ya que como afirma Van Dijk, «los periodistas escriben prioritariamente como integrantes del grupo residente blanco al que pertenecen y, por lo tanto, se refieren a los grupos étnicos minoritarios en términos de ellos y no como parte de nosotros»35, ofreciendo con frecuencia la información desde una clara superioridad etnocéntrica. Sin embargo, cuando una noticia no se encara desde el interés económico o la ideología, cabe distinguir con claridad la actitud indiferente del comunicador o, por el contrario, su mirar esperanzado. Por ejemplo, con el siguiente titular, publicado en La Vanguardia el 9 de marzo de 2007: «Tres inmigrantes fallecen a bordo de una patera que navegaba rumbo a Canarias», este diario ofrecía la información desde la perspectiva de la muerte. El mismo día El País daba prioridad a la vida al presentar la misma noticia del modo que sigue: «Rescatado al sur de Tenerife un cayuco con 49 “sin papeles”, tres de ellos muertos». Se comprueba así que sólo si quien comunica dolor y tragedia lo hace desde el acercamiento al que sufre, la comunicación adquiere su verdadero sentido y se funde con todo lo que tiene de etimológico, esto es, de común. No se trata de un acercamiento subjetivo a la noticia, sino de un acercamiento esperanzado al propio sujeto de la noticia. Si el comunicador pone su acento en la víctima, en quien sufre la tragedia, entonces la comunicación servirá para paliar sus efectos nocivos. Pero esto no puede llevarse a cabo desde el alejamiento aséptico y neutral al que los medios —y nuestra experiencia cotidiana de la vida— nos tienen acostumbrados.

Conclusión

Preguntarse por lo que me quiere decir el otro es, en definitiva, el problema básico de la vida y de la cultura. Es la pregunta cuya respuesta permite establecer relaciones, cercanías con los otros, o con lo Otro, y, al fin y al cabo, facilitar la supervivencia de la especie sobre la tierra. Para poder decir lo diferente hay que haber viajado primero hacia su interior y haberse instalado en su realidad para tener capacidad de conocerla y poder nombrarla. «Para decir la luz/ hay que mirar la luz desde la luz», ha escrito Gonzalo Alonso Bartol36.

Interpretamos como respiramos, abriendo pensamiento o pulmones al aire del sentido que nos sostiene en un mundo cargado de señales confusas, que superan nuestra capacidad de discernimiento. Poner orden, cercanía y unidad en los signos que nos rodean es conseguir dotar de significación a un universo que no deja de revelársenos como la gran e infinita biblioteca de Babel que imaginó Borges. Espacio ilimitado cuyos volúmenes contienen todo lo que es posible decir en todas las posibles lenguas, y que reproduce el afán cabalístico de que cada lector sea no sólo un productor de nuevos sentidos, sino, sobre todo, un creador de nuevas realidades.

Quien interpreta cualquier texto —en su amplio sentido— crea el mundo nombrándolo de nuevo. «Leemos con todo aquello que somos», escribe Esther Cohen37. Por ello la interpretación exige un especial talante moral e intelectual, pues, al fin y al cabo, de la comprensión ética e imaginativa dependerá siempre nuestra existencia.


NOTAS

1 También ha llevado a cabo esta reivindicación necesaria en Contra el fanatismo. Madrid: Siruela, 2005, p. 110.

2 Contra el fanatismo, op. cit., p. 32.

3 A. MANGUEL, Vicios solitarios. Lecturas, relecturas y otras cuestiones éticas. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 2004,

p. 87. 4 Y. BONNEFOY, Tarea de esperanza. Antología poética. Valencia: Pre-Textos, 2007, p. 9.

5 Cuestión de énfasis. Madrid: Alfaguara, 2009, p. 379.

6 «La persona y lo sagrado», en Archipiélago, número monográfico dedicado a la «Desconcertante Simone Weil», nº 43, 2000, p. 95.

7 En esta misma línea se encuentra la reivindicación de Amós Oz de «llegar a un acuerdo», Contra el fanatismo, op. cit., pp. 50 y 101. O expresado por la escritora Chantal Maillard: «No nos engañemos: la comunicación es un acuerdo o, a lo sumo, la conciencia de que todos compartimos la misma oscuridad y la sospecha de que, en el naufragio, tratamos de romper la misma escotilla», Filosofía en los días críticos. Diarios 1996-1998. Valencia: Pre-Textos, 2001, pp. 73-74.

8 Citado en: U. ECO, Interpretación y sobreinterpretación. Madrid: Cambridge, 1997, p. 128.

9 El perfume. Barcelona: Seix Barral, 2007, p. 35.

10 W. SHAKESPEARE, Obras Completas. Madrid: Aguilar, 1951, p. 1495.

11 Los Logócratas. Madrid: Siruela, 2006, p. 57.

12 E. LLEDÓ, Imágenes y palabras. Madrid: Taurus, 1998,

p. 137. 13 L. ROSALES, Cervantes y la libertad. Madrid: Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1985, p. 35. 14 F. J. RUBIA, El cerebro nos engaña. Madrid: Temas de hoy, 2000, p. 28.

15 S. JAY GOULD, «La rueda de la fortuna y la cuña del progreso», en L. PRETA (ed.), Imágenes y metáforas de la ciencia. Madrid: Alianza, 1993, p. 59-73.

16 «He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre», escribe J. L. Borges en su poema «Casi juicio final», Obras Completas I. Barcelona: Emecé, 1996, p. 69.

17 El hombre en busca de sentido. Barcelona: Círculo de lectores, 1998, p. 59. 18 «Un poema pugnaba por salir» en A. DUQUE AMUSCO (ed.), Cómo se hace un poema. Madrid: El ciervo/Pre textos, 2002, p. 207. 19 El tamaño de uma bolsa. Madrid: Taurus, 2004, pp. 46-47. 20 P. QUIROGA, C. G. Jung. Vida, obra y psicoterapia. Bilbao: Descleé de Brouwer, 2003, p. 459.

21 J. ARNAU, Rendir el sentido. Filosofía y traducción, Valencia, Pre-textos, 2008, p. 19.

22 «Periodismo y conducta: análisis lingüístico», Nuestro tiempo, nº 292, octubre 1978, p. 68.

23 Una pantera en el sótano. Madrid: Siruela, 2007, pp. 15-16.

24 Susana CHILLIDA (ed.), Elogio del horizonte. Conversaciones con Eduardo Chillida. Barcelona: Destino, 2003, p. 135. También Eugenio de Andrade ha explicitado bajo esta perspectiva su experiencia poética al escribir en uno de sus poemas: «Él amaba la pulsación de las sílabas,/ algunos acentos: cuarta, octava, décima./ Buscaba en ella lo que no sabía,/ lo que nunca supo, o sospechara…», en La sal de la lengua. Madrid: Hiperión, 1999, p. 27.

25 Ibídem, p. 42.

26 Todo el oro del día, Valencia: Pre-Textos, 2001, p. 313.

27 Un soplo de vida. Madrid: Siruela, 1999, p. 15.

28 Citado en: J. A. MARINA, Teoría de la inteligencia creadora. Barcelona: 1995, p. 32.

29 Ibídem, p. 95.

30 J. BRUNER, «Derecha e izquierda: dos maneras distintas de activar la imaginación», en L. PRETA, Imágenes y metáforas de la ciencia, op. cit., p. 142. 31 E. WIESEL, La Noche. Barcelona: El Aleph, 2002, p. 49. 32 Ibídem, p. 49. 33 D. BANKIER y,I. GUTMAN (eds.), La Europa nazi y la Solución Final. Madrid: Losada, 2005, p. 14. Cf. también M. ROSEMAN, La villa, el lago, la reunión. La conferencia de Wannsee y la «solución final». Barcelona: RBA, 2001.

34 Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias. Barcelona: Paidós, 2005, p. 81.

35 Racismo y análisis crítico del discurso. Barcelona: Paidós, 1997, p. 79.

36 Palabras para un cuerpo. Madrid: Hiperión, 1995, p. 16.

37 El silencio del nombre. Interpretación y pensamiento judío. Bar

celona: Anthropos, 1999, p. 21.